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El Olor de la Caña de Azucar

  • Franklin Diaz Polanco
  • 28 abr 2016
  • 2 Min. de lectura

No tenía más de ocho años de edad. Todos los días de vacaciones escolares, los fines de semana o los festivos —vivíamos en el municipio de Tuluá, Valle del Cauca, lugar donde nacieron mi madre, Valentina, y mis tíos, entre ellos, Ema, mi segunda mamá, quien afortunadamente aún reside en Palmira; mi padre Vicente era andino, de Bogotá— me levantaba pensando en el trapiche para ir a ver como el olor de la caña se transformaba en dulce. Eran los años sesenta. Mi casa quedaba casi adentro de un cañaveral. Todos sus aromas eran parte de lo que diariamente respiraba.


El olor fresco de la caña de azúcar era llevado por las suaves brisas que corren por esa llanura de la región del Pacífico. Aromatizaba hasta mi ropa, guardada en el chifonier color mate claro que estaba ubicado a un costado de mi alcoba. Mi casa y el vecindario eran bañados por el aroma de la caña. Con él dormía, me empalagaba de felicidad y me incitaba a esperar el día siguiente para salir raudo, después del desayuno, hacia el trapiche, situado cerca al comisariato familiar, para participar en la molienda. Participar es un decir, quizás mejor a saborear el jugo de la vida, como le decimos al guarapo.


De la caña de azúcar nace el jugo de la vida, la melcocha, la panela y, sobre todo, cuando se es niño pensaba en la maceta de dulce, ésa que se hace con un palo de maguey seco. A éste le prenden chuzos de madera que tienen azúcar preparada en diversas formas, como flores, animalitos, personajes, héroes, cintas de colores y papelillos que le cuelgan y que termina con una hélice de papel. La recibía como regalo de mi padrino el 29 de junio, fecha en que se celebra el día del ahijado.


Yo, con mis zapatos marca Grulla, jeans azul, camisa a cuadros de manga larga y unos largos guantes que parecían suspendidos en mis brazos por la talla tan desproporcionada para que un menor de edad los utilizara (servían para que no me picara la pelusa de la caña cuando la cortaba, pues me gustaba degustarla fresca, madura y jugosa). Luego enredaba en un delgado y fino palo la melcocha que escurría cuando, aún caliente, se fabricaba la panela. Entretanto, los trabajadores se deleitaban viéndome oler y saborear el dulce de la caña, al compás de los sones del mambo, la bomba y la plena. La música ayudaba a la caña a ser más feliz y a producir mejor su cosecha. Ella bailaba contenta para llevar su olor a todo el plan.


Feliz de tener cómo disfrutar del olor de la caña de azúcar y sus productos, entonaba esa vieja canción: “Melao de caña, rica tu dulzura, pero lo que más me gusta es el azúcar…” de mi Valle del Cauca. El olor de la caña de azúcar es el aroma de mi tierra.

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