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La Salida del Paraiso

  • Cecilia Salazar Moreno
  • 4 may 2016
  • 5 Min. de lectura

Saliendo de Neiva, hacia el sur, en busca de la hacienda El Palco, pasábamos por un hermoso túnel natural, formado por árboles milenarios de agua y samanes, a la altura de la hacienda Trapichito. El clima se hacía más suave y el paisaje era sin igual. Se escuchaba el trinar de las aves, se veían volar el cardenal de color rojo intenso, los azulejos que mostraban su lindo plumaje y muchas especies más que alegraban el recorrido.


Luego veíamos a lado y lado de la vía las verdes arroceras, con plantas del mismo tamaño. Sobresalían garzas, torcazas y otras especies que llegaban en busca de alimento. Más adelante, desde el establo de una finca llegaba el olor inconfundible de boñiga, lo que me hacía recordar que estaba cerca de El Palco. Seguíamos disfrutando del paisaje, porque al lado izquierdo, muy a lo lejos, se veía la cadena de montañas que formaba una parte de la cordillera Central. Pasábamos por un lado de la vía que conduce al municipio de Rivera.


Seguíamos hasta llegar a La Sardinata y tomábamos una estrecha y polvorienta carretera que iba hacia la vereda El Bejucal. Allí tenían pequeñas fincas unas veinte familias que cultivaban plátano, yuca, banano, ahuyama, árboles frutales; además, tenían cría de ganado, cerdos y gallinas. Mi hermano Farith conducía un jeep comando, color gris, al que cada vez le resultaba más difícil avanzar. Había llovido el día anterior y para subir la empinada montaña, las piedras y el lodo trataban de devolver el carro, lo cual hacía que Ulises, mi padre, que se encontraba en el puesto delantero, al lado de mi hermano, empezara a renegar entre dientes.


Poco a poco pasábamos ese tramo difícil, subíamos la loma y llegábamos a la enorme casa de techo rojo y amplios corredores. Los tres perros, que siempre nos acompañaban, al notar nuestra presencia salieron de inmediato. Saludo, grande y de color gris intenso, hacía honor a su nombre: era el primero en saludar, batiendo la cola y colocando las patas delanteras en el pecho de mi padre. Monitor, grande y hermoso, amarillo quemado, saludaba a mi hermano dando vueltas a su alrededor. Tarzán, blanco, con media cara negra y media blanca, era menos cariñoso y un poco distraído, pero saltaba de contento al ver que nosotros estábamos allí.


Diva, mi madre, de media estatura, un poco gorda, con cabello corto y ondulado, llegaba a saludarnos. En su cara sobresalía siempre una amplia sonrisa. Nos contaba que ya casi estaba el almuerzo. Cruzábamos la sala y seguíamos hacia la cocina, amplia y descubierta. Veíamos una enorme mesa, construida en resistente madera rústica, con dos largas bancas hechas en madera, fuertemente reforzadas y colocadas una frente a la otra. En los extremos de la mesa se encontraban dos taburetes fabricados en madera y piel curtida de res, lo que los hacía cómodos y resistentes. Podían comer allí unas catorce personas. Al lado izquierdo del comedor había un enorme pilón, construido en muy buena madera, con un mazo en el centro, parecido a los morteros pequeños que hoy usamos para machacar el ajo. El pilón servía para pelar el maíz, al que después de estar seco se le daban fuertes golpes con el mazo, se limpiaba y quedaba lista para cocinar. Se preparaba mote, maíz muy blando al que se le agregaba leche y panela. Otras veces se molía para hacer arepas con queso que disfrutábamos en los desayunos.


Más adelante, también al lado izquierdo, estaba el horno en forma semi redonda, construido con ladrillos pegados con una mezcla de barro, boñiga de ganado y paja de basto, planta parecida al pasto que se usaba una vez se secaba. Con estos elementos el horno alcanzaba altas temperaturas y conservaba el color por buen tiempo. El horno Tenía una ventana en la parte delantera y otra en la de atrás, entonces cuando se iba a utilizar, por la ventana delantera se le colocaba cierta cantidad de leña y trozos de madera seca que se entrecruzaban, y con un poco de bagazo seco, residuo de la caña cuando se muele y se saca el guarapo, se colocaba bajo la leña y pronto ésta se convertía en carbón. Éste se arrojaba por la ventana de atrás y quedaba listo para azar. Mi madre era experta en el manejo del horno y tenía la receta perfecta: hacer deliciosos bizcochos de maíz con queso y pan de trigo, además de cucas, pan de esponja, bizcochuelo, envueltos de plátano maduro con maíz y, como es natural, para el San Juan y el San Pedro no podía faltar el delicioso asado huilense que disfrutábamos en familia y compartíamos con los vecinos y visitas que llegaban de todas partes.

Al fondo se encontraba un mesón grande con lavaplatos, adonde llegaba el agua por la tubería de su propio acueducto, y una estufa grande y moderna que funcionaba con leña. En ese momento estaba prendida, y desde la enorme olla que hervía se sentía el exquisito olor a sancocho que mi madre preparaba con la ayuda de Anita, la empleada que sólo tenía buscar en la huerta cachaco, plátano, yuca, mazorca, ahuyama, arracacha y todas las legumbres que a diario consumíamos. Frente a la cocina estaba la planta eléctrica que había diseñado Ulpiano Moreno, alguien allegado a la familia y experto en ese tipo de montajes. Funcionaba con una rueda mediana, parecida a las de los parques de atracciones. En lugar de sillas tenía compartimentos en forma de escalera. El agua de la quebrada era canalizada para que llegara a la rueda y golpeaba con fuerza cada compartimiento, alcanzando alta velocidad. Con la ayuda de un dínamo y fuertes bandas o poleas se producía la energía. Con este sistema también se movía la picadora de pasto de corte para el ganado, el molino para moler el maíz para las arepas y la chicha, el trapiche para sacar guarapo de caña, la máquina que pelaba los gramos de café, los cuales, después de ese proceso, pasaban a una alberca por espacio de veinticuatro horas, ya que al desprender las cáscara del gramo esa sustancia gelatinosa que quedaba debía ser absorbida por el gramo para mejorar el valor y después se lavaba para llevarlo a los planchones y secarlos a pleno sol.


Como mis hermanos Fernando, Farith, Elicia, Aurelio, Felismar, Miller, Humberto y Oswaldo ya estaban de vacaciones, mi padre acostumbraba levantarnos a la cuatro de la mañana con una frase inolvidable “amaneció bonito el día para trabajar”. De acuerdo a la edad teníamos tareas. A esa hora todos nos dirigíamos al corral. La vaca, con el ternero más grande, era enlazada y amarrada al botalón, sujetándole las patas traseras. El ordeñador colocaba el balde entre las piernas y con las manos hacía movimientos rápidos y seguidos en las tetas de la vaca y empezaba a extraer la leche. Los nueve hermanos esperábamos con el pocillo y un poco de panela para tomarla caliente, porque después teníamos nuestras labores asignadas. Yo era la séptima entre los hermanos. Éramos dos mujeres y teníamos que darles de comer a las gallinas, a los cerdos, barrer y arreglar la casa, escoger el cacao y el café. Ya nos habían explicado cuáles eran los granos que no servían y teníamos que separarlos de los buenos. A mis hermanos les eran asignadas otras tareas, pues debían cuidar el ganado y los caballos, limpiar a machete los potreros y arreglar los cercos. Siempre manteníamos ocupados.


Pero toda esa felicidad cambió de repente cuando empezaron a llegar muchos hombres armados que se paseaban como dueños y señores por nuestra finca, obligando a mi madre a hacerles comida y curaciones a los que llevaban heridos. A los pocos días llegaba el ejército culpando a mi padre, porque según ellos él auxiliaba a la guerrilla ya que les daba comida y los atendía en su finca. Entonces tenía que presentarse a la inspección, contestar como sospechoso. Los guerrilleros le exigían dinero y muchas veces trataron de secuestrarlo. Día tras día todo se hizo más difícil y nos tocó dejar aquel paraíso.


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