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RECORDAR ES VIVIR

  • Foto del escritor: Fabian Arevalo Zambrano
    Fabian Arevalo Zambrano
  • 8 may 2017
  • 5 Min. de lectura

Por: Luis Ignacio Andrade

Martha Patricia Villegas

Ana Luz Figueroa

Clara Ilsa Trujillo

María Esther Sánchez:

I.

Juegos de infancia

Bajo un árbol de chaparro acomodado y amoldado como si fuese un iglú, en un piso limpio barrido por nosotros mismos con escoba de pajarito y algunas flores de verdolaga, que hacían una estupenda decoración, estaban a la espera de recibir sus nombres de manera oficial nuestras muñecas: “Lola” de Martha Garzón, “Paca” de Martha Montaña y “Lulú”, la mía. Por supuesto tenían padrinos, eran los demás hermanos: Diego, Chucho, Alfonso y Otoniel y nuestras madres Mélida, la señora Conchita y Gloria.

Terminada la ceremonia y por ende la torta de pan que había hecho “mi MA”, acompañada de un vaso con leche, corríamos hasta la quebrada para recoger agua y seguir camino hasta el IDEMA a traer la granza, no sin antes quemarnos las piernas y pies por meternos descalzos a la gran montaña púrpura y azul. Una vez terminadas las tareas de almacenar y limpiar nuestro iglú, salíamos nuevamente corriendo como “el correcaminos” huyendo de las armas ACME del coyote hacia la pequeña estación del ferrocarril, donde siempre nos recibía don Alfonso Bustos con sus historias del duende, mientras esperábamos el paso del tren de las 5 de la tarde.

Este tren llegaba hasta la trilladora para ser cargado de café y al otro día salir hacia Santa Marta, Barranquilla o Cartagena. La verdad de tanta atención a las historias era el desenlace feliz para todos, pues al paso del tren nos colinchábamos en la cola para disfrutar del pequeño trayecto a bordo de la locomotora hasta su ingreso a la trilladora.

II.

Aventura sobre “la gran culebra”

Hacía un poco de frío, mi madre nos despertó a las cuatro de la mañana para alistarnos y terminar de empacar el fiambre porque el camino estaba bastante largo.

A la estación del ferrocarril ubicada en el barrio Calixto Leyva, donde se concentraban todos los comerciantes de Neiva e incluso los que venían del Caquetá a comprar semillas y comida, debíamos llegar a comprar el boleto para subir al autoferro que nos llevaría de Neiva hacia Bogotá. A las 5 en punto de la mañana salía “el gran dragón” o “culebra de piel dura” botando humo por su cabeza y moviendo cada uno de sus pies, que al unísono del silbato del encargado, emanaba melodías agradables a nuestros oídos y nos llenaba de profundas sensaciones generadas por las expectativas de aventuras de todo un día al lomo de ella, entre otras permitirnos contemplar verdes de muchas tonalidades, amarillos de tantas gamas y tierras de arco iris.

De tanta alegría que nos embargaba porque encontrábamos nuevos amigos e incluso primos de varias poblaciones aledañas a Neiva, y ante la continua charla, las risas y el correteo por el tren, llegaba el hambre que siempre nuestra madre calmaba con el fiambre preparado con mucho amor, desde el día anterior. Terminada la comida, estábamos nuevamente listos para continuar correteando entre bancas y pasajeros a lo largo de “la gran culebra” de hierro, y de vez en cuando detenernos a tirar las tapas y tapitas y hacer canchadas con ellas.

III.

Juegos de infancia

¡Qué grato es recordar aquel año de 1970 en todo su esplendor! Recordar aquellos juegos de infancia que permitían la integración de los niños del barrio Granjas, donde se disfrutaba recreando lo cotidiano con juegos sencillos, que consentían en desbordar la imaginación y forjar amistades tan puras, capaces de seguirnos durante toda la vida. Hoy añoramos cada jugarreta que nos llenaba de alegría y ánimo para cumplir con los deberes en casa y continuar disfrutando de una niñez humilde y llena de aventuras.

“Pico y salgo y tengo más derecho”… era la frase del toque final, y la partida a correr sin dejarnos tocar. Luis Ignacio era todo “un correcaminos” fusionado con Jerry pues ni Clara, ni Ana Luz podían quedar inmunes a sus zancadas; pero este juego terminaba por culpa del “rio Badillo” y “Claudia de Colombia” a todo volumen en la radiola que colocaba Doña Conchita a propósito; sabía que no nos gustaba y que iríamos inmediatamente a tomar zurumba y a exigir que nos colocara el “long play” de los 14 cañonazos, volumen 10 para bailar el mosaico “yo me voy pa` Macondo” con el que hasta la “Abue Anita” se animaba. Y como era de esperarse, a Conchita se le daba más bien por barrer y sacarnos a escobazos de su gran salón, sin saber que su acción envidiosa era el motor para que los niños continuáramos corriendo.

¿A qué jugamos? preguntaba Diego, y todos en desorden vocal respondíamos: a la lleva-lleva, al escondite, nooooo… gritábamos las mujeres, mejor hagamos “una comitiva” y como éramos 8 contra 5 varones, imperaba nuestro deseo. Ya en el iglú-cueva de guácimos rodeado del árbol de gallitos y almendrones, nos organizábamos para “la segundilla” compuesta de plátanos fritos, arroz y carne, pero eso sí, todos los ingredientes habían sido tomados a hurtadillas en cada casa, descompletando la comida de la noche. Las mujeres se sentaban y alimentaban sus muñecas, dejándolas dormir una siesta para salir corriendo hasta el paso-nivel e intentar colincharnos al tren. Llevábamos tapitas de Pilsen para ser colocadas milimétrica y cuidadosamente sobre los rieles, con el fin de que el tren las dejara como una estampilla. Ya un poco extasiados de la emoción por sortear los escasos metros de proximidad al tren, retomábamos la dirección hacia la próxima aventura.

“Los pollos de mi cazuela no sirven para comer”…, tarareaban los hermanitos de juego y daban inicio a la competencia por cantar y bailar mejor la sonata, hasta dejar sin equipo al adversario. Luego un poco de yermi, ponchado y al escondite.

Tomando un suspiro, y una vez sentados bien apeñuscados alrededor del almendrón frente a la tienda de don William, agudizábamos nuestros oídos como si fuésemos conejos o ardillas para prestar atención a las conversaciones de los más grandecitos…nos enterábamos de cómo se enamoraban y “hacían cuajaditas”; era lo más atrevido que lograban las parejas de ese tiempo y consistía en tomarse unos instantes de la mano, aprovechando el descuido de suegras y cuñados. Como eran temas que no nos interesaban mucho, mejor nos agrupábamos nuevamente; ésta vez con el propósito de escuchar los cuentos de terror y espanto que nos narraba la “Abue Anita”, por instantes, ya que ella se fatigaba y debía descansar cada cierto tiempo. Nosotros, entre inquietos y expectantes por la continuidad de la historia que había quedado inconclusa, la despertábamos valiéndonos de una pluma de gallina de las del patio de doña Juana; las cosquillas en sus diminutas orejas lograban el propósito, acompañado de severo regaño cuando nos pillaban los grandes, entonces salíamos disparados hasta la esquina de la cuadra así estuviera lloviendo, pues mojarnos con agua lluvia era otra deliciosa aventura.

Sequitos y calmaditos pero llenos de imaginación por el preámbulo de los cuentos de la “Abue Anita” dormilona, continuábamos con los que nosotros mismos ya nos sabíamos. Casi siempre marcaba el reloj las 7 de la noche e iniciaba a oscurecer; esto era lo que más nos gustaba, pues nos juntábamos “de a potito en potito a cada unito”.

Nos daban las 8 de la noche callejeando, y como era de imaginarse, el ir a dormir se aproximaba vertiginosamente. Sabíamos que pasada esa hora, de no aparecer en las casas era “pela” segura con ramitas de mirto. Llenos de sensaciones terroríficas salíamos en grupo como pollitos pegaditos a su mamá gallina, y de uno en uno nos íbamos quedando en cada puerta; el más guapo, no por ser el más grande, era el último en salir corriendo perseguido por toda clase de espantos antes nombrados para buscar la salvación en su propia casa, y no ser tocado por la mano de la “pata sola” ni escuchar el llanto de la “llorona”.


 
 
 
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